Desde
el comienzo de nuestra toma de conciencia sobre el mundo, somos
educados en lo masculino y lo femenino, como dos géneros únicos.
Nos es enseñado como algo tan básico, que no llegamos a
cuestionarlo. Llega a ser un concepto estricto, incluso más allá de
sus fronteras: los objetos, que en su origen no tienen sexo, son
denominados con palabras con un determinado género. El niño pequeño
que pronuncie "el mesa" será rápidamente corregido por
sus cuidadores, "se dice la mesa". Aunque la mesa, en sí,
sea algo totalmente neutro, carente de género por sí misma, más
allá de la propia palabra.
Lo
que no tiene nombre, no existe, como dice Joan Costa en su artículo
Naming. Y si nombre y género van ligados en una palabra,
podemos decir que lo que no tiene género, puede ser cuestionado en
cuanto a su existencia se refiere.
Basándonos
en esta premisa, podemos hablar de la no-existencia o negación de la
intersexualidad y en general de las cualidades queer de las
personas, por el mero hecho de no recibir un nombre; situación que
ha cambiado debido a la necesidad de encontrar su sitio, de no ser
relacionados con las etiquetas ya establecidas, con las cuales no se
identifican.
¿Qué
ocurre con aquellos cuyo sexo no está bien delimitado genéticamente
entre hombre o mujer? ¿Qué sucede con el que es marginado tanto por
homosexuales como por heterosexuales debido a su propia sexualidad
diferente? ¿Con qué género etiquetar a quien no quiere tener
ninguno? Pues bien, ante cuestiones como estas, parece más bien que
es el entorno social quien decide la respuesta, y no el propio
individuo, que pierde la capacidad de elegir, al no existir opción
que le satisfaga. No existe el voto en blanco ni la abstención, tan
sólo el blanco y el negro. No podían cambiar esto, porque no
existían; y no existían, porque nadie quería verlos.
Han sido las asociaciones y movimientos activistas los que los han hecho visibles, y los que han conseguido darle un nombre, ya sea intersexualidad, androginia... Ha podido ordenarse el cajón desastre en el que se escudaba la sociedad para tomar decisiones por ellos.
Han sido las asociaciones y movimientos activistas los que los han hecho visibles, y los que han conseguido darle un nombre, ya sea intersexualidad, androginia... Ha podido ordenarse el cajón desastre en el que se escudaba la sociedad para tomar decisiones por ellos.
Gracias
a este paso, estos grupos han podido captar algo de atención, y por
tanto ganar algo de poder, que alivia las cuerdas sociales que les
imponen la elección de blanco o negro. Aumentamos el número de
opciones reconocidas, e incluso comenzamos a aceptar las
inexistentes. Olvidamos muchas veces que la no-elección también es
una elección válida y respetable.
Si
rompiéramos con la clasificación tradicional de sexos para
identificar a las personas, partiendo de cero y sin etiquetas
establecidas, se romperían las posiciones de poder de normalidad
sobre anormalidad. No obstante, esta situación sería un arma de
doble filo para los queer, ya que es precisamente su posición
de rareza lo que les da presencia. Dicho cambio hipotético atentaría
directamente contra la mentalidad queer, ya que reivindican
con orgullo el pertenecer a una posición deshabitual, y buscan
elevarla a un nivel de visibilidad similar al de las demás, sin la
necesidad de ser una de ellas. Sería por tanto muy irónica la
situación, ya que en el mismo momento en que se eliminasen las
etiquetas, los queer conseguirían su objetivo y al mismo
tiempo, desaparecerían como queer: dejarían de ser los
desconocidos o marginados.
viernes, 25 de abril de 2014
Espacios de poder y responsabilidad de la mujer tradicional.
Intentar
encuadrar la figura de la mujer tradicional se antoja extrañamente
vago. A nadie le resultará difícil hacerse una imagen más o menos
próxima de a qué nos referimos con este término, pero cuando
intentamos situar en la historia o vincular a una cultura este modelo
de mujer encontramos que hay una gran dispersión del mismo. ¿Son
las características de la mujer tradicional las propias de la mujer
de la España franquista? Tal vez, pero entonces ¿son las mujeres
tradicionales del siglo XXI meros vestigios anacrónicos o son
herederas de una idiosincrasia concreta? Por otro lado, ¿no eran
mujeres tradicionales también las londinenses de mediados del siglo
XIX, que acataban las estrictas reglas del luto victoriano?, ¿o la
icónica mujer del sueño americano de los años 30 y 40?, ¿no
comparten algunas de sus características con las mujeres de
sociedades de cazadores-recolectores?
La
definición de un modelo de mujer tal vez pase por un compendio,
necesariamente incompleto y parcial, de sus características comunes,
pero la dimensión que sobresale de la mujer tradicional es
probablemente su estrecha relación con la familia y con la
institución del matrimonio. Quizá podríamos ir un paso más lejos
y decir que es la sumisión y dependencia hacia el marido o, más
ampliamente, hacia el hombre. Desde luego, no resulta difícil
encontrarse con la opinión de que el modelo tradicional de familia y
de sociedad otorga grandes libertades y poderes al hombre y relega a
la mujer a sus funciones domésticas. Parece como si la mujer
estuviera en una suerte de clausura; constituida por el domicilio y
por el matrimonio, que la sitúa en una posición políticamente
inferior al hombre. De hecho, es fácil mantener esta visión si
observamos de las sociedades tradicionales, término que por cierto también resulta poco claro, solo aquello que ocurre fuera de los domicilios. Entonces, estamos claramente ante una sociedad dominada
por hombres. Pero cómo observar solo este aspecto externo de la
sociedad cuando familia y hogar son estructuras fundamentales sobre las que toda sociedad se articula. Y este es con toda propiedad el
ámbito donde la mujer tradicional ejerce su autoridad?
Llegados
a este punto, es momento de plantear una de las cuestiones centrales
que inspiran el presente comentario, y es que si la mujer se
encuentra a la cabeza de una de las estructuras constituyentes de
este modelo de sociedad, también se halla necesariamente implicada en
la perpetuación y continuidad de dicho modelo. Y dado que, con mayor
o menor intensidad, dependiendo de la sociedad concreta a la que
observemos, la mujer participa de la transmisión de valores,
creencias e ideas a las generaciones siguientes, tanto de forma
directa como a través de las instituciones culturales a las que
tiene acceso, podemos decir con cierto grado de seguridad que la
implicación de la mujer en la perdurabilidad y consistencia del
modelo social es fuerte, al menos tanto como lo es la del hombre.
La
pregunta que surge a continuación es: ¿por qué iba la mujer a
perpetuar una situación que la sitúa en desventaja a ella y a sus
hijas? Alguno responderá inmediatamente: "por imposición
masculina". Pero de ser así, las mujeres no tendrían más que
educar a sus hijos varones para que fueran dóciles y sumisos hacia
las mujeres, y a sus hijas para que fueran autoritarias, algo que no
sucede así ni tan siquiera en las sociedades actuales que promueven
la igualdad entre géneros. Muy al contrario, en estas sociedad
encontramos que parte de la resistencia a la igualdad proviene de las
propias mujeres. Otra herramienta a disposición de las mujeres
sometidas es la de iniciar movimientos sociales que propugnen sus
derechos y reformas sociales favorables a la mujer. Otra vez, las
sociedades modernas sirven de ejemplo, pero no olvidemos que estos
movimientos de cambio social se producen en un contexto concreto y no
son en absoluto generalizables a todas las sociedades tradicionales
(salvo que queramos adscribirnos a una concepción evolucionista y
lineal de la sociedad). Las ideas contraculturales no son ajenas a
las sociedades tradicionales, pero se requieren condiciones que favorezcan, o permitan al menos, cambios sociales profundos para que
éstas empiecen a reflejarse en las estructuras sociales.
Entonces,
¿cómo explicar este fenómeno?, ¿cuáles son las condiciones que
deben darse para que una mujer, madre y educadora, escoja ella misma
no oponerse a las creencias que le han venido dadas, aun cuando la
sitúan en inferioridad y suponen una desventaja, y quiera que su
descendencia comparta dichas creencias y las siga transmitiendo? La
tesis que puedo aventurar desde aquí es que quizás inferioridad y
desigualdad sean solo conceptos que proyectamos desde nuestra
posición socio-cultural actual y que vienen a encubrir
interesadamente lo que podría entenderse como una mera
diferenciación y separación de los ámbitos de poder y
responsabilidad entre hombres y mujeres. Desde dentro de las
sociedades tradicionales, estos ámbitos respectivos no solo serían
entendidos como apropiados para cada género, sino también provechosos, tanto por y para la propia mujer como por y para todo el
sistema. Perpetuar el modelo de mujer tradicional es un modo de
defender y mantener el espacio de autoridad que se hace corresponder
a la mujer, que define sus funciones en el sistema y le da una
identidad. No hay por tanto una sumisión como tal de la mujer al
hombre, sino una adecuación a los roles de género que conforman las
estructuras de significado de un sistema social concreto.