lunes, 28 de abril de 2014

Él, ella, ello.

Desde el comienzo de nuestra toma de conciencia sobre el mundo, somos educados en lo masculino y lo femenino, como dos géneros únicos. Nos es enseñado como algo tan básico, que no llegamos a cuestionarlo. Llega a ser un concepto estricto, incluso más allá de sus fronteras: los objetos, que en su origen no tienen sexo, son denominados con palabras con un determinado género. El niño pequeño que pronuncie "el mesa" será rápidamente corregido por sus cuidadores, "se dice la mesa". Aunque la mesa, en sí, sea algo totalmente neutro, carente de género por sí misma, más allá de la propia palabra.

Lo que no tiene nombre, no existe, como dice Joan Costa en su artículo Naming. Y si nombre y género van ligados en una palabra, podemos decir que lo que no tiene género, puede ser cuestionado en cuanto a su existencia se refiere.

Basándonos en esta premisa, podemos hablar de la no-existencia o negación de la intersexualidad y en general de las cualidades queer de las personas, por el mero hecho de no recibir un nombre; situación que ha cambiado debido a la necesidad de encontrar su sitio, de no ser relacionados con las etiquetas ya establecidas, con las cuales no se identifican.

¿Qué ocurre con aquellos cuyo sexo no está bien delimitado genéticamente entre hombre o mujer? ¿Qué sucede con el que es marginado tanto por homosexuales como por heterosexuales debido a su propia sexualidad diferente? ¿Con qué género etiquetar a quien no quiere tener ninguno? Pues bien, ante cuestiones como estas, parece más bien que es el entorno social quien decide la respuesta, y no el propio individuo, que pierde la capacidad de elegir, al no existir opción que le satisfaga. No existe el voto en blanco ni la abstención, tan sólo el blanco y el negro. No podían cambiar esto, porque no existían; y no existían, porque nadie quería verlos.


Andrej Pejić, modelo andrógino australiano. Nacido varón, desfila en pasarelas femeninas.


Han sido las asociaciones y movimientos activistas los que los han hecho visibles, y los que han conseguido darle un nombre, ya sea intersexualidad, androginia... Ha podido ordenarse el cajón desastre en el que se escudaba la sociedad para tomar decisiones por ellos.

Gracias a este paso, estos grupos han podido captar algo de atención, y por tanto ganar algo de poder, que alivia las cuerdas sociales que les imponen la elección de blanco o negro. Aumentamos el número de opciones reconocidas, e incluso comenzamos a aceptar las inexistentes. Olvidamos muchas veces que la no-elección también es una elección válida y respetable.

Si rompiéramos con la clasificación tradicional de sexos para identificar a las personas, partiendo de cero y sin etiquetas establecidas, se romperían las posiciones de poder de normalidad sobre anormalidad. No obstante, esta situación sería un arma de doble filo para los queer, ya que es precisamente su posición de rareza lo que les da presencia. Dicho cambio hipotético atentaría directamente contra la mentalidad queer, ya que reivindican con orgullo el pertenecer a una posición deshabitual, y buscan elevarla a un nivel de visibilidad similar al de las demás, sin la necesidad de ser una de ellas. Sería por tanto muy irónica la situación, ya que en el mismo momento en que se eliminasen las etiquetas, los queer conseguirían su objetivo y al mismo tiempo, desaparecerían como queer: dejarían de ser los desconocidos o marginados.

viernes, 25 de abril de 2014

Espacios de poder y responsabilidad de la mujer tradicional.

Intentar encuadrar la figura de la mujer tradicional se antoja extrañamente vago. A nadie le resultará difícil hacerse una imagen más o menos próxima de a qué nos referimos con este término, pero cuando intentamos situar en la historia o vincular a una cultura este modelo de mujer encontramos que hay una gran dispersión del mismo. ¿Son las características de la mujer tradicional las propias de la mujer de la España franquista? Tal vez, pero entonces ¿son las mujeres tradicionales del siglo XXI meros vestigios anacrónicos o son herederas de una idiosincrasia concreta? Por otro lado, ¿no eran mujeres tradicionales también las londinenses de mediados del siglo XIX, que acataban las estrictas reglas del luto victoriano?, ¿o la icónica mujer del sueño americano de los años 30 y 40?, ¿no comparten algunas de sus características con las mujeres de sociedades de cazadores-recolectores?

La definición de un modelo de mujer tal vez pase por un compendio, necesariamente incompleto y parcial, de sus características comunes, pero la dimensión que sobresale de la mujer tradicional es probablemente su estrecha relación con la familia y con la institución del matrimonio. Quizá podríamos ir un paso más lejos y decir que es la sumisión y dependencia hacia el marido o, más ampliamente, hacia el hombre. Desde luego, no resulta difícil encontrarse con la opinión de que el modelo tradicional de familia y de sociedad otorga grandes libertades y poderes al hombre y relega a la mujer a sus funciones domésticas. Parece como si la mujer estuviera en una suerte de clausura; constituida por el domicilio y por el matrimonio, que la sitúa en una posición políticamente inferior al hombre. De hecho, es fácil mantener esta visión si observamos de las sociedades tradicionales, término que por cierto también resulta poco claro, solo aquello que ocurre fuera de los domicilios. Entonces, estamos claramente ante una sociedad dominada por hombres. Pero cómo observar solo este aspecto externo de la sociedad cuando familia y hogar son estructuras fundamentales sobre las que toda sociedad se articula. Y este es con toda propiedad el ámbito donde la mujer tradicional ejerce su autoridad?

Llegados a este punto, es momento de plantear una de las cuestiones centrales que inspiran el presente comentario, y es que si la mujer se encuentra a la cabeza de una de las estructuras constituyentes de este modelo de sociedad, también se halla necesariamente implicada en la perpetuación y continuidad de dicho modelo. Y dado que, con mayor o menor intensidad, dependiendo de la sociedad concreta a la que observemos, la mujer participa de la transmisión de valores, creencias e ideas a las generaciones siguientes, tanto de forma directa como a través de las instituciones culturales a las que tiene acceso, podemos decir con cierto grado de seguridad que la implicación de la mujer en la perdurabilidad y consistencia del modelo social es fuerte, al menos tanto como lo es la del hombre.

La pregunta que surge a continuación es: ¿por qué iba la mujer a perpetuar una situación que la sitúa en desventaja a ella y a sus hijas? Alguno responderá inmediatamente: "por imposición masculina". Pero de ser así, las mujeres no tendrían más que educar a sus hijos varones para que fueran dóciles y sumisos hacia las mujeres, y a sus hijas para que fueran autoritarias, algo que no sucede así ni tan siquiera en las sociedades actuales que promueven la igualdad entre géneros. Muy al contrario, en estas sociedad encontramos que parte de la resistencia a la igualdad proviene de las propias mujeres. Otra herramienta a disposición de las mujeres sometidas es la de iniciar movimientos sociales que propugnen sus derechos y reformas sociales favorables a la mujer. Otra vez, las sociedades modernas sirven de ejemplo, pero no olvidemos que estos movimientos de cambio social se producen en un contexto concreto y no son en absoluto generalizables a todas las sociedades tradicionales (salvo que queramos adscribirnos a una concepción evolucionista y lineal de la sociedad). Las ideas contraculturales no son ajenas a las sociedades tradicionales, pero se requieren condiciones que favorezcan, o permitan al menos, cambios sociales profundos para que éstas empiecen a reflejarse en las estructuras sociales.

Entonces, ¿cómo explicar este fenómeno?, ¿cuáles son las condiciones que deben darse para que una mujer, madre y educadora, escoja ella misma no oponerse a las creencias que le han venido dadas, aun cuando la sitúan en inferioridad y suponen una desventaja, y quiera que su descendencia comparta dichas creencias y las siga transmitiendo? La tesis que puedo aventurar desde aquí es que quizás inferioridad y desigualdad sean solo conceptos que proyectamos desde nuestra posición socio-cultural actual y que vienen a encubrir interesadamente lo que podría entenderse como una mera diferenciación y separación de los ámbitos de poder y responsabilidad entre hombres y mujeres. Desde dentro de las sociedades tradicionales, estos ámbitos respectivos no solo serían entendidos como apropiados para cada género, sino también provechosos, tanto por y para la propia mujer como por y para todo el sistema. Perpetuar el modelo de mujer tradicional es un modo de defender y mantener el espacio de autoridad que se hace corresponder a la mujer, que define sus funciones en el sistema y le da una identidad. No hay por tanto una sumisión como tal de la mujer al hombre, sino una adecuación a los roles de género que conforman las estructuras de significado de un sistema social concreto.